lunes, 16 de junio de 2008

EL DOS DE MAYO

El 2 de mayo siempre me provoca sentimientos encontrados. Por un lado, cómo no sentir orgullo de aquellos madrileños de alpargatas que se echaron a la calle con piedras y palos para combatir a pecho descubierto al ejército más poderoso del mundo. Cómo no admirar el arrojo y la generosidad de un pueblo que decidió, espontáneo, defender su independencia con absoluto desprecio de la propia vida. Y por contra, cuánto sacrificio y cuánto valor gastado en una causa que trágicamente frenaba los vientos de la Ilustración, tan necesarios para despejar de ignorancia, regresión y absolutismo aquella España empobrecida y retrógrada. Puedo imaginar lo duro que fue para la progresía de entonces defender los aires de libertad trepando por aquella catarata de pasiones patrióticas y cargando con la etiqueta de afrancesados. Napoleón nunca debió meter sus bayonetas en España y, sobre todo, nunca debió convertir en deseado al monarca más indeseable de nuestra historia. La gran paradoja es que por malo que fuera José Bonaparte, nunca hubiera sido un rey tan nefasto como ese gran cabrón que reinaría bajo el título de Fernando VII. El tipo que traicionó a los patriotas que le salvaron el culo, enfrentó a su pueblo y lo condenó por décadas al atraso y la incultura. Pero Napoleón Bonaparte no era español, y enfrentarse al orgullo de una nación es un error estratégico indigno del genio militar de aquel pequeño gran corso. Es, pues, el orgullo como pueblo y su enorme valor el que debemos celebrar cada 2 de mayo y ninguna otra cosa, porque los sucesos posteriores a esa fecha no le hicieron justicia a la sangre derramada por nuestros héroes.
CARMELO ENCINAS (20/10/2007 EL PAIS)

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